17/Dec/2004

Alberto Servat

Son pocas las pinturas que me han producido sentimientos tan encontrados como la fascinación, el temor e incluso la culpa. Una de ellas es “La balsa de la Medusa”, de Théodore Géricault (1791-1824), que se encuentra actualmente en el museo del Louvre. Mi primera impresión cada vez que lo veo o incluso lo recuerdo es una honda fascinación por el conjunto acabado, es decir la perfecta comunión entre la ejecución pictórica y la anécdota retratada. Pero a medida que me detengo en sus detalles los sentimientos empiezan a agolparse en un frenético desfile que va del ciego temor al vértigo, incluso al horror.

El cuadro narra el momento decisivo que vivieron los quince marineros supervivientes del naufragio de la Medusa, una embarcación que sufrió un tremendo accidente en 1816 en las costas de Senegal, cuando avistaron la nave que finalmente habría de rescatarlos. De manera que, pese al torbellino de temores que nos pueda trasmitir, se trata del final feliz de la odisea.

Sin embargo, ¿por qué persisten los sentimientos de desazón? Tal vez se producen en el observador primario no por el análisis de todo el conjunto sino por el detalle en primer plano de un anciano meditabundo, sosteniendo el cuerpo desnudo de un hombre más joven, probablemente ya muerto. El impacto de la imagen es insuperable, tal vez inspirada en la Pasión, pero sin la majestad sagrada. En un boceto preliminar el anciano se cubre el rostro con una mano, lo que borra el sentimiento aterrador y da paso al dolor humano, más comprensible. Felizmente, para la obra acabada, el autor optó por liberar el rostro y ofrecernos la imagen misma de la desolación.

Lejos en el tiempo y en el espacio, vuelvo a sentir la misma sensación frente a una escultura de Margarita Checa. Se titula “Naufragio” y forma parte de la exposición que actualmente podemos ver en la galería Lucía de la Puente.

Allí, en un formato totalmente diferente, tres niños en una barca a la deriva parecen ignorar el peligro al que están expuestos. La desolación que se desprende en este caso no se encuentra en ellos. Al fin y al cabo, son niños. Pero el sentimiento es el mismo. Entonces, nosotros nos transformamos en el anciano de la “Medusa” y acompañamos a estas criaturas en su terrible odisea. La pieza, tan exquisita como el resto de la muestra, se exhibe sola. Lo que aumenta su Carácter dramático. Y al evocarla, la sensación es extraña, como si se tratara de una versión de “El señor de las moscas” nunca filmada por Stanley Kubrick.

Es pues el enloquecedor estado “a la deriva” lo que hermana dos obras de arte tan diferentes. En Géricaulty Checa el naufragio, y todo lo macabro allí contenido, alcanza niveles insospechados de belleza.

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