10/Dec/1998

TRIBU IMAGINARIA

Escultora Margarita Checa inaugura muestra individual después de un largo período de búsqueda.

Las rutas trazadas por el arte, en la segunda mitad del siglo XX, confluyen actualmente en una batalla librada por las tendencias abstractas y el retorno a la figuración. Los primeros atisbos de esta dialéctica se manifestaron a comienzos de la década de 1950, cuando se difundieron universalmente los trabajos de Jean Dubuffet, Francis Bacon y Henry Moore, entre otros precursores ilustres. Así mismo, la experimentación con diversos materiales se constituyó en praxis constante y visceral tanto en la pintura como en la escultura, terreno en el que se aprecia, con mayor nitidez, la confrontación aludida.

Respecto a la creación escultórica, existe un amplio espectro de artistas que centran su poética en las inmensas posibilidades expresivas del cuerpo humano. Y en el caso particular de la plástica peruana, esta búsqueda ya cuenta con una tradición ampliamente reconocida por la crítica y los historiadores. Los nombres de Cristina Gálvez o de Marina Núñez del Prado, desde sus propios registros, son prueba fehaciente de esa realidad.

Las promociones posteriores no son, de ningún modo, ajenas a los grandes logros. Figuras como Johanna Hamann y Margarita Checa (cuya nueva muestra individual se inaugura hoy, 18 de junio, en la Consultoría Artística de Lucía de la Puente), son los ejes naturales de un movimiento que, sin necesidad de manifiestos o declaraciones altisonantes, desempeña un rol importante en la consolidación de un arte que bebe de fuentes primigenias.

Sería arriesgado suponer que las figuras de Checa configuran una suerte de arte étnico o antropológico, a pesar de que éstas evidencian una atenta y profunda reflexión de la escultora en torno de la humanidad en estado puro, anterior a aquello que se ha denominado civilización término ambiguo y fácilmente vulnerable por los discursos oficiales de impronta occidental. Las reminiscencias de la iconografía e imaginario africanos, tan caros a los sondeos de la centuria, sirven de soporte a dicha aseveración. Sin embargo, hay algo más que atavismo en la serenidad y actitud contemplativa emanadas de estos seres o, mejor dicho, encarnaciones de la tribu imaginaria a la que todos pertenecemos. Las criaturas de Checa trasuntan un halo de, desgarramiento y soledad.

Su estatismo es, finalmente, resultado del extrañamiento.

Esos rostros de madera y bronce, desde su insondable historia, parecen acusar al futuro igualmente ficticio de la terrible escisión entre el hombre y su esencia,      sacrificada precisamente cuando la especie engendró las ciudades, la división del trabajo y las religiones supuestamente reveladas. La materia que les otorga corporeidad, preocupación hegemónica de la artista, acentúa dicha experiencia. Su textura particular, sea cedro u olivo, forman parte intransferible del universo pergeñado por la escultora. El medio es el mensaje. En su estudio de Villa El Salvador, donde se mimetiza con el ambiente de características industriales, Margarita Checa da rienda suelta a una exploración que ella califica como un ejercicio absoluto de la libertad personal, actitud que no contradice el estado de alerta ante las tensiones de esta sociedad finisecular, que ha hecho de la crisis un modelo de vida permanente. Su apuesta por la figura humana, que ella instala en un tiempo y espacio indeterminados, trasciende la llana adscripción a un instante del devenir artístico; es, sobre todo, consecuencia inevitable de la pasión, de la renuencia a claudicar frente a la deshumanización y a la incertidumbre relativista que se erigen como la mayor amenaza de un mundo groseramente tecnocrático. (José Güich Rodríguez).

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